sábado, 31 de diciembre de 2011

Me llamaron a una familia, donde un niño estaba muriendo...


No estáis nunca solos. Los vivientes os miran, os siguen, os aman más que antes, porque su amor está sublimado.
En aquel tiempo fui llamado a una familia, donde un niño estaba muriendo…
“Maestro, tú has resucitado a la hija del centurión… Haz algo por mi hijo…” Hablé al niño, muerto un poco antes: “Despiértate y elige: o la vida celeste o esta pequeña vida.”
“Maestro, en el momento en que he cerrado los ojos he visto mucha luz, muchos colores, y he sentido mucha felicidad, hasta ahora desconocida e inimaginada….” Cerró los ojos. Había elegido la vida celestial. “Mujer, no llores a tu hijo, porque es muy feliz….”
Y esto os digo a vosotros, que no sabéis conocer los misterios, pero debéis estar seguros de que cada cosa querida o permitida por mí para vosotros es para un bien mayor.
Los vivientes viven conmigo, viven con mi Madre y con los ángeles, y al mismo tiempo viven junto a vosotros. Dejad siempre el mejor puesto en vuestro corazón para mí y para ellos. Nosotros entramos.
Cuando llamé a Lázaro a la vida, no fue para Lázaro aquel milagro, sino para que el mundo supiera que soy el Hijo de Dios, Dios de Dios.
Los milagros son para dar la fe, aunque parezca que dan la vida, pero la del espíritu. La vida en la que todo ha sido creado para la felicidad humana. Al volver de aquella casa, los Apóstoles me preguntaron si había resucitado aquel niño que ellos sabían muerto…
“Juan, Simón, Andrés…, aquel niño ha tenido un milagro más grande: ha elegido la Vida Celestial, porque se le ha concedido…”

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