Todo lo que hacéis por defenderme es,
para mí y para vosotros, el camino hacia
mi reino!
¡Tú, no temas!
La Iglesia verdadera, santa y eterna, soy
yo, Jesús unido al Padre, unidos por el Espíritu de amor, y vosotros sois los
que me amáis y no teméis de exponeros para defenderme.
Quien defiende a la Iglesia nos defiende:
“¡Dichosos los que sufren por mí y defienden la verdad!”.
¡Mi Iglesia sois también, y sobre todo,
vosotros!
A mis primeros discípulos, que fueron
humanos, débiles, como vosotros... les dio fuerza nuestro Espíritu y así es, ha
sido y será en todo tiempo para los que me han defendido.
¡Mi Iglesia! Surgirá el sol sobre las
ruinas y todo lo que está podrido se convertirá en ruina; pero el bien y la verdad harán surgir a mi Iglesia y
entonces el sol brillará sobre su gloria.
Resurgirán otros edificios del Espíritu y
otros templos, y mi Palabra nunca será falseada ni mal interpretada.
“¡Dichosos los que sufren por defender a
la Iglesia! ¡Dichosos los que sufren por la injusticia que tienen que padecer!
¡Dichosos vosotros, que creéis en mí. Vosotros, pobres de espíritu, gozaréis en
el reino de los cielos riquezas maravillosas! ¡Dichoso vosotros, que me amáis!
Desde la montaña he pronunciado palabras
que han asombrado al mundo...
“Ese hombre está loco”.
“Habla del dolor como si fuese una
gracia...”
¿Estaba loco? No; conocía cada verdad y
sabía de Dios y veía desde Dios a toda la humanidad que se había alejado; más
aún, había sufrido.
Conozco el valor del dolor y, por eso,
todavía os digo: “Dichoso vosotros que lloráis...”
Tendréis perlas y flores como recompensa
de tantas lágrimas derramadas, porque en el reino viviréis felices