Nunca os he dicho (en aquel tiempo lejano
lo dije, pero no ha sido transmitido) lo que sucede después del fin de la
primera vida, la terrena.
El alma, liberada de la materia, es
acogida por quienes ya son libres, hacia los que esta alma, en la vida terrena,
ha experimentado más amor. Después, llegará a mi presencia y verá en sí misma
tanto el bien como el mal, la caridad, el egoísmo, todos los sentimientos y los
actos vividos en el tiempo de prueba.
Os juzgaréis solos; yo os diré solamente
que tenéis que hacer lo que sentís para haceros dignos de la felicidad. Y
entonces habrá quien entrará rápidamente en el reino y quien, al contrario, no
sintiéndose digno, esperará, en un estado de ser y no de tiempo, a entrar a
formar parte del mundo maravilloso creado sólo por quien verdaderamente ha
amado y se ha dado a sí mismo con el corazón. ¿Y los que no quieran verme?
Vendrán igualmente delante de mí, y después, sabiéndose indignos, también
sufrirán y, sobre todo, por haberme perdido.
El Padre y yo en él, unidos por el
Espíritu, valoramos, para ellos, tanto la naturaleza, como las circunstancias
de su vida. Sólo quien no quiere a Dios se quedará sin Dios y, sin embargo,
siempre tendrá la añoranza de lo que ha perdido.
Mi sangre no se ha perdido: he derramado
copiosas gotas de aquella sangre sobre quienes podían perderse, y mi sangre,
que hace milagros, ha conseguido que se arrepientan. Y quienes, después de
haberme mirado (pero en el tiempo me vieron con ojos espirituales) entraron en
la casa eterna, entre sus seres queridos y podrán finalmente mirar con ojos
espirituales visiones reales, porque la realidad es ésta: la vida para siempre.
Existen verdaderamente los tres estadios de vida, pero también existe la divina
misericordia que, unida a la justicia, premia, o prueba o castiga, teniendo
siempre en cuenta el amor infinito. El alma, libre, experimenta un sentimiento
de felicidad, de respiro, de estupor... Y la alegría más grande, ¡la de entrar
en casa y vivir de Dios!
El alma en espera, unida ahora a los remordimientos,
ya en paz, porque se sabe salva, atraída por mi voz, ora por quien está en camino,
y el alma que, a pesar de haberme visto, no desea volver a verme, entra en aquella
nada que es arrepentimiento y tormento. Pero mi preciosa sangre ha conseguido
en verdad que la salvación fuese de muchos, porque no he venido en vano y es
grande nuestra misericordia. He venido para los enfermos y mi sangre es su
medicina. Y vosotros, que habéis sido justos, puros, generosos, enfermos...
Grande será para vosotros la felicidad, cuando entréis en la casa de la vida y
viváis con quienes habéis escogido vivir ya en la tierra. ¡Amor para siempre,
amor infinito, amor eterno!
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